Nada de desnudos ni de boys, ésa era la máxima de la reunión. Veintidós mujeres intentando ponerse de acuerdo sobre dónde llevar a su amiga, hermana, prima, sobrina o hija de despedida de soltera era una reunión prometedora. Sabían que no podían meter a Carla en cualquier lugar y no se conformaban con una cena con espectáculo y se acabó, querían algo diferente, innovador, como la misma contrayente.
La voz cantante de la reunión la llevaba María, una treintañera menuda pero contundente, tanto en sus rasgos como en sus ademanes, que fue ovacionada por todas cuando propuso la idea estrella: “¿Y por qué no nos la llevamos de despedida de soltera a un barco? ¡Seguro que le encantará!”.
Dos meses después, estaban vendando los ojos a Carla. Tras tres horas de viaje, la caravana de seis coches apareció en el puerto. Las risas de amigas de toda la vida, otras más recientes y familiares, se mezclaban en la cabeza de la novia. “Ya puedes quitarte la venda”. Su mirada azul reflejaba a la vez incredulidad y alegría al descubrir el barco (¿una despedida en barco?) frente a ella. De repente a su cabeza vinieron las imágenes de aquel primer beso con Roberto, sobre el Támesis, durante el verano en el que se conocieron, ¿quién les iba a decir que el curso de inglés iba a ser tan productivo? Y ahora estaba allí, con todas las mujeres de su vida, para pasar una despedida de soltera de ensueño en alta mar.
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